El jamón es un producto noble. Noble en el sentido de la quinta acepción que aparece en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: «Honroso, estimable, como contrapuesto a deshonrado y vil». Es un producto transparente, que no engaña. Porque el jamón es lo que es; la pata trasera del cerdo curada en sal.
Recuerdo de niño que, cuando parábamos a comer alguna cosa durante un viaje familiar, nuestro padre siempre pedía un bocadillo de jamón. Parece mentira que, habiéndose criado entre perniles, teniéndolos presentes en casa para disfrutar de ellos a cualquier hora, trabajando rodeado de centenares de piezas, siempre pidiera lo mismo cuando estaba en un lugar desconocido. Y siempre decía lo mismo: “al menos sé lo que me estoy comiendo”.
A pesar de ser un producto procesado (que no ultraprocesado), el jamón es jamón. Puede estar más o menos curado, tener mayor o menor cantidad de sal, un sabor intenso o plano, pero es jamón. Mi padre tenía razón. Sobre todo, cuando no conoces el establecimiento, no sabes cómo o con qué pueden haber elaborado otro plato, pero con el jamón no hay dudas.
Conocimiento heredado
La elaboración de jamón, de la manera como lo hacemos en España, es un conocimiento que se transmite de generación en generación. No existe una fórmula magistral, pero tampoco contamos con una formación reglada que enseñe a hacerlo. Por eso, la mejor forma de aprenderlo es como lo hemos hecho nosotros: observando a nuestro padre y a nuestro abuelo.
De la misma manera que se elaboraba el producto en casa de nuestros abuelos paternos, seguimos haciéndolo en nuestros secaderos de Zaragoza y Teruel. Es cierto que el proceso se ha industrializado, al menos en términos de cantidad. Sin embargo, la esencia sigue inalterada, porque la forma de hacerlo dista muy poco de aquellos jamones que colgaban en el granero de la infancia de nuestro padre.
Un proceso artesano
Aunque el término artesanal se haya desvirtuado un poquito en la industria alimentaria (igual que pasa con el concepto casero), el jamón es un producto que, en muchos secaderos, mantiene totalmente esa esencia artesana.
Como os decimos muchas veces, el jamón está en constante evolución. Partimos de una materia prima muy heterogénea, porque procede de animales que, aunque genéticamente similares, son distintos. Cada cerdo es diferente, por lo que cada pieza requiere un tratamiento individualizado. Desde el perfilado del pernil en fresco, hasta su curación, cada jamón recibe una manipulación acorde a lo que demanda. Hay piezas más grandes, más grasas, más gruesas y hasta con mayor o menor cobertura del magro. Por eso, tanto a la hora de salarlos, como cuando aplicamos manteca o decidimos su estancia en cada proceso, estamos dándole a cada pernil lo que necesita para convertirse en el mejor jamón posible.
Poca sal, nuestra verdadera esencia
El sabor del jamón familiar que guarda nuestra memoria, es el sabor de un jamón siempre con muy poquita sal. En un momento en que el mercado busca reducir la cantidad de sal en todos los productos, también en el jamón, nosotros ya estamos curtidos en esa batalla. Y digo curtidos porque, para muchos fabricantes, bajar el punto de sal es un reto tecnológico bastante complicado.
Nuestro jamón siempre ha tenido un sabor suave de sal pero intenso por su larga curación. Por eso recuerdo también los cristales de tirosina, esas manchitas blancas en el magro rojo, como algo totalmente normal. Y es que la aparición de concentraciones de este aminoácido en forma de cristales, tienen su origen no solo en el tiempo, como mucha gente cree, sino también en la baja concentración de sal.
Esa es nuestra esencia: salvaguardar el saber hacer que hemos heredado de nuestro padre y mantener su legado en cada jamón.